miércoles, 31 de marzo de 2010

Hora catorce, Cadena SER

Los informativos de la Cadena SER solo necesitan su nombre para desprender respeto; la historia de su grupo de comunicación es breve pero intensa, y ha conformado una insignia de imbatibilidad y de rigor profesional solo discutibles desde el frentismo. La estela de uno de los más ilustres radiofonistas de su historia, Carlos Llamas, señala la trayectoria de José Antonio Marcos, actual director del informativo de sobremesa, Hora catorce.

Aunque este noticiario de cuarenta minutos se acoge a la estela de la emisora y del grupo de prensa al que esta pertenece, propone unas modificaciones estructurales en la distribución de sus contenidos que me parecen, en algunos casos, muy discutibles.

Todo viene de un par de reacciones casi emocionales que me ha provocado su seguimiento: pereza y ansiedad. A la vez. Pereza de estar escuchando un programa de excesivos vaivenes; ansiedad de que en su desarrollo se quiera abarcar tanto que luego se aprieta poco.

No veo claro en qué oyente piensa Hora catorce. Su diseño de contenidos parece el de un informativo-magazine-tertulia nocturno, pues aparte de la retahíla de noticias propone la inclusión de: un comentario de opinión, (el de Miguel Ángel Aguilar), un breve debate a final del programa, así como la guinda, en forma de entrevista, de cómo mínimo dos de las noticias; todo esto en veinte minutos, pues los diez de inicio son, siempre, cada día, dedicados a un prolija enumeración de titulares y a hacer explícita la distribución de la estructura del noticiario, la cual se repite de nuevo allá hacia su final. Por eso no veo claro qué tipo de oyente debo ser, si alguien en el sofá, o en una convalecencia, o en el coche de vuelta a casa, o en el transporte público –con prisas, envuelto de ruidos, sintonizando mediante un reproductor portátil-… No parece que ninguno de los cuatro casos, de tanta voluntad que hay en Hora catorce de abarcarlos a todos.

Este cierto atropello producido por la compresión parece una característica del programa. Una hora central del día tal vez no necesita tanta variedad de formatos sin tiempo para su desarrollo virtuoso. Así, las entrevistas de José Antonio Marcos raramente pueden durar dos minutos; el comentario de opinión de M.A. Aguilar es tan breve que no le permite desarrollar su mejor cualidad: la ironía sostenida; si los oyentes inician su digestión al ritmo en que José Antonio Marcos cierra sus entrevistas, el empacho es seguro, pues las continuas apelaciones al estamos fuera de tiempo, al no podemos, al lo siento o al cierre de micrófono repentino nos trasladan la ansiedad radiofónica que he mencionado antes.

Tal vez sería mejor un informativo más transparente, que nos quiera contar tan solo qué ha pasado por la mañana, con menos reportajismo. Sin querer abarcar tanto. Ya tendrá tiempo Àngels Barceló de pararnos a reflexionar en Hora veinticinco, de tres horas, en el que ya vamos justos, pues tiene aún menos tiempo del que dispone Carles Francino por la mañana para iniciar lo que llaman en la SER el relato informativo. Si los tres noticiarios del día constituyeran un relato narrativo, este no seguiría el modelo estructural canónico, pues su parte central, el desarrollo, debería ser la menos ambiciosa, por motivos pragmáticos: parece más fácil que un oyente ceda su tiempo a la exposición o a la recopilación de conclusiones por la noche, antes que a las dos y media de la tarde.

Hay más factores que contribuyen a esa percepción de algo plúmbeo en un informativo que no debería serlo: Hora catorce no solo es un programa, sino su acontecer: desde el principio, José Antonio Marcos nos cuenta cómo va a discurrir este, llenando de señaladores deícticos y metafictivos lo que es tan solo el transcurrir del tiempo: “iniciamos el relato del día”, “actualizamos” (la longitud de los titulares, ya se ha dicho, agota algo). Esta tendencia no ayuda interiorizar el programa, sino que carga de densidad lo que no necesita tanta: explicar noticias. Quizá es demasiado para un oyente medio a esa hora del día, al que, por excesiva gana de tratarle bien, se le maltrata algo, pues se le deja poco margen a que se forme su opinión propia, de tanto que escuchamos opiniones ajenas en entrevistas, debates y demás.

José Antonio Marcos es un excelente conductor de programa; no es su labor la que se cuestiona aquí. Su voz, su intensidad, su documentación son poco mejorables (no así su ritmo, en exceso acelerado). Le hemos escuchado brillando aún más en formatos más flexibles.

El món, de RAC1

El programa El món, de RAC1, ha logrado un progresivo aumento de audiencia los últimos años, hasta llegar a ser, durante el 2009, el magazine de la mañana más escuchado en Cataluña. Con la aparición de Manel Fuentes en Catalunya Ràdio se discute su liderato, pero sigue percibiéndose en El món esa condición no cuantificable de ser el programa “de referencia”: el primero que habría que escuchar después de una larga ausencia del país para hacerse una idea veloz de por dónde van algunos tiros.

Aunque Jordi Basté es ahora su factotum, el programa inició su escalada de la mano de Xavier Bosch. Entre ambas etapas se percibe una coherencia que, sin duda, aporta la gestión eficaz de la emisora y del grupo de comunicación al que pertenece. Una feliz casualidad ha favorecido a El món por el camino: su rival imbatido, Antoni Bassas, de Catalunya Ràdio, no continuó en El matí y su relevo fue un fatal fiasco que provocó un vacío de audiencia en el que
El món fue el más hábil.

Y con gran mérito, ya que Jordi Basté no es Antoni Bassas: no tiene su comedimiento, su manera natural de ocupay el tiempo, su hacer decir a los demás lo que él mismo piensa, tal vez su cultura; Basté es más emocional, combativo y más señalador de líneas rojas. Bassas parece expresarse en nombre de todos; Basté se coloca delante de todos. Por eso, en algunos momentos, El món puede parecer un blog en audio de Jordi Basté, pues su ubicación personal (relaciones y desarrollos personales, filias, fobias, pero sobre todo su modo de pensar) condiciona en exceso el programa que dirige, a pesar de sus excelsas dotes para hacer radio.

Esa expansión del ego no es un rasgo definitorio de la línea periodística que suscribía el propio Basté. En la prensa deportiva radiofónica, de la que él proviene, ha sido productiva, pero mal querida. Por eso, Jordi Basté no debería parecer a veces un Supergarcía (primera persona directa) o un De la Morena (primera persona interpuesta). No es rara en su programa una cierta caída en el estridentismo: un tono sensacionalista en ocasiones, alarmismo en otras, un deseo de la frase brillante transformada en slogan. Cuando Basté dirigía el programa nocturno de deportes de Catalunya Ràdio, convirtió en reclamo la tendencia contraria a la dominante: sense crits; ahora, en cambio, su editorial breve de las 8h me suena algunos días a reprimenda paternal por el volumen, tono, timbre y contenido, siempre admonitorio usados en su “bon dia, Catalunya!”.

Pero esta monofonía se manifiesta sobre todo en la parte del programa, más política, la que concluye antes de las diez. Es allí se focaliza más un discurso por encima de otros; se marca constantemente una líneas divisoria entre lo bueno y lo no bueno, entre lo neutro y lo malintencionado, entre lo nuestro y lo ajeno, lo catalán y lo anticatalán, y dentro de lo catalán, lo más catalanista; demasiados blancos o o negros, casi todo a favor y en contra y otras veces demasiado acriticismo con lo más nuestro. Las direcciones de pensamiento que Basté plasma en El món pueden filiarse con el de algunas opciones políticas, liberales y nacionalistas, pero más que situar a Jordi Basté como peón de una teoría conspiratoria, lo que se huele más es una tranquila transparencia personal: Basté no se ha vendido, sino que es así, aunque ahora algo más allá del límite de la inhibición, en la frontera de cierto mesianismo que le obliga a exponerse para salvarnos de algo.

Sus preferencias se perciben incluso en rasgos suprasegmentales: el timbre o volumen de su voz, tan cambiantes según de qué o quién o con quién esté hablando, su frecuente irrupción en cualquier uso de la palabra por parte de otro colaborador… Sus entrevistas son algunas veces entrevistas de fan, aunque sabe salir bien del paso ante un interpelado que, siempre se nota, le produce aversión. Basté ha inventado un género, el de la entrevista de rasgos pragmáticos: por su timbre y su tono solemos adivinar qué piensa el entrevistador y cómo está valorando, antes de que se produzca, la respuesta que solicita. Si las tertulias de su programa mantienen cierta pluralidad, a Basté le cuesta mantenerse en perspectiva, y da la impresión de ocupar mucho más tiempo y espacio que otros moderadores, aunque solo sea para insertar monosílabos de afirmación o disentimiento. Sus filias personales son evidentes: el salamartinismo como abstracción, el filoindependentismo justificado en el odio que nos tiene una parte del resto de España, el deseo de que el país tenga ya un potente liderazgo (algo así entre Pujol y Laporta, quizá Mas) que corrobore así sus puntos de partida. Sus fobias, lo mismo: lo progre en el mal sentido, lo tibio, la incomprensión española, el tripartit, … Basté no es menos que nadie para que no pueda opinar, pero juega con la ventaja de dirigir un programa que en su género debería contener menos personalismo. Antoni Bassas era más hábil en transferirnos su modelo de país a través de desarrollos mediados: todo en su programa expresaba lo que pensaba su presentador; en El món, el propio Jordi Basté se ha ido convirtiendo, él mismo, en su propio programa. Ejemplo de esto último: Bassas culminaba cada día, cada día, su programa con la chulería vejatoria a que un personaje cómico chulo-madrileño-español –el Manolo- sometía al Barça-toleranteperonotonto-Catalunya; Basté no necesita ficciones: nos ofrece su editorial, sin ningún complejo.

En esta época preelectoral es cuando más se perciben estas predisposicones: su cobertura de los referéndums independentistas fue digna del diario Marca (por su exageración de datos y por las confirmaciones de los prejuicios propios). Por no extenderme en ejemplos, sus adjetivos no son igual de contundentes cuando el afectado por una acusación no es de los nuestros. No me extraña que Basté no haya pisado aún La Moncloa, si es que allí recuerdan expresiones proferidas sobre el actual Presidente (“míster Trampas”, “Cantinflas”) en algún momento de rauxa.

Hasta ahora, el género del magazine de mañana se había justificado por la mezcla y por cierto perfil ecléctico, a no ser que se aspire a ser un Carlos Herrera o algo peor. Y El món es un gran programa radiofónico, sobre todo por haber recogido la idea más brillante de las radios y televisiones públicas catalanas: tener siempre los mejores colaboradores posibles. Seguiré escuchando a Basté junto a Sergi Pàmies, junto al Xavier Sala economista, junto a Quim Monzó, junto a Fermí Puig, a Carlos Torrecilla, junto a tantos ilustres a los que su programa tiene el lujo de hospedar y de los que todos, ellos, los oyentes y el programa, salimos beneficiados.

El ascenso de la audiencia de El món tal vez recaiga en su capacidad de adaptarse a la tendencia contemporánea de las audiencias parceladas, de la militancia mediática no disimulada, ahora en que toda la prensa generalista ya no es mucho mejor que la deportiva. Lo peor no es que los oyentes hayamos perdido ya la fe en la transparencia de los medios, que no ha existido nunca, sino que los productores de información tampoco crean en oyentes dignos de que se les suponga esa inocencia. Solo va quedando información militante para clientes más militantes aún. Quien dedica hoy el tiempo a escuchar radio –prensa- sabe que le están medio engañando y por eso su principal labor es descodificar las trampas con que se nos informa. En el fondo, pues, todos estamos jugando, cuando lo que hay detrás es muy, muy serio, pues seguimos sin tener otra manera de ubicarnos en el mundo. Por eso, sabe mal que alguien con el talento de Jordi Basté finja –o se crea- a veces en su programa que él sí que juega sin trampas.